Escribo sobre todo por las noches, como ahora, a las cuatro de la mañana porque no puedo dormir. El sitio y la forma me dan igual: hoy he pasado del ordenador a un papel en sucio en mi mesa, y luego a otro en la cama, apoyándome sobre la tapa dura de la poesía completa de Idea Vilariño que acabo de terminar. Por el día, a veces, me da por escribir en el metro, pero no en los autobuses porque me mareo. Tengo miles de cuadernos que nunca acabo de llenar y que voy dejando perdidos por mi casa, pero que, por supuesto, jamás encuentro cuando necesito uno. Me gusta que sean rayados, porque me tuerzo al escribir y cuando me tuerzo mucho no lo aguanto y tengo que arrancar la hoja y volver a empezar. Esto se lo conté una vez a Rodrigo, estando en una papelería, justo dos días antes de que, por mi cumpleaños y pidiéndome perdón porque no sabía nada de mi manía hasta ese momento, me regaló un cuaderno precioso y sin líneas que me había comprado en París. Le alegrará saber que, a pesar de eso y al contrario que mis cuadernos con líneas, este aún no lo he perdido. Tampoco lo he estrenado, más que para poner mi nombre en la primera página, lo que hago siempre, pero que hoy, ahora mismo, podría escribir, por ejemplo, que una vez vi el atardecer a las 11:35 de la mañana cruzando la frontera entre Finlandia y Noruega, pero que no soy capaz de recordar el frío que se siente allí, a -20º, lo más al norte que he estado. O podría escribir de la soledad y la blancura de las calles de Múnich el día de Navidad muy temprano, que me hacían pensar en las épocas de no sentir nada, ni bueno ni malo, en el vacío y en el agujero en el pecho. O de Martta, la niña finlandesa de tres años que me hablaba durante horas en su idioma inventado y me guiaba como una experta pr el bosque mientras recogíamos arándanos (ella recogiéndolos en su estómago). O de mi dolor de espalda, consecuencia de no haber hecho caso a aquel insoportable traumatólogo que con 10 u 11 años me mandó llevar un corsé veintitrés horas al día, y que yo elegí llevar sólo para dormir. Excepto, curiosamente, la vez aquella en que un conductor decidió salir de un garaje mirando hacia atrás en vez de a la calle por la que yo pasaba, chocando así contra mí o, más bien, contra el duro y grueso corsé. O escribir que me ha hecho gracia, hace un rato, girarme a la izquierda de la cama, su lado, y leer el poema que dice:
Como el que desvelado
a eso de las cuatro
mira con ojos tristes
a su amante que duerme
descifrando la vieja eterna estafa.
Pero a todo eso ya no da tiempo, porque pronto van a ser las 6 y sonará el despertador de un vecino, el que nunca lo apaga, y Rodrigo se dará la vuelta, todavía medio dormido, y dirá «puto despertador», y yo le contestaré «ya ves», aunque, total, a mí no me importe tanto.
Texto escrito para el curso de relato breve de Hotel Kafka, impartido por Eloy Tizón.