29 de marzo de 2017

Tú no eres como otras madres


Recuerdo perfectamente un capítulo de El segundo sexo en el que Simone de Beauvoir dice, básicamente, que las mujeres vivimos el amor de una forma completamente distinta a los hombres. Para ellos es un aspecto más de su vida, un éxito como también podría ser un ascenso en el trabajo, mientras que para nosotras lo es todo, y esto se debe a cómo se nos ha educado. Se debe a que a nosotras se nos enseña que el amor es el objetivo final de nuestra vida, casarnos, tener hijos; y a los hombres se les enseña que el amor es algo más que conseguir, una mujer que les espere en casa y les proporcione descendencia.

Llevo 63 páginas de Tú no eres como otras madres y no puedo parar de pensar en ese capítulo, y las razones son evidentes:

«Fue para ambos el primer amor, y si bien caló hondo en Fritz, el suyo no podía compararse con el de Else. Era típicamente masculino: exigente, celoso, egoísta, susceptible, dominado por el instinto y a menudo intolerante. Para Else, en cambio, aún atrapada en la trampa del amor, la tutela y los principios maternos, significaba la satisfacción de su vida.»

Él le enseña el mundo del arte, la música, la literatura, una vida completamente distinta a la que le ofrecían sus padres y una vida de la que estaba alejada simplemente por ser mujer, ya que no se correspondía con el destino que le tocaba y que la obligaba a encontrar un buen partido, económica y moralmente hablando, como marido y criar varios hijos. 

Pero la trampa del amor sigue ahí. Y sé que esto no va a ser un relato bello en el que el matrimonio es feliz para siempre: eso casi nunca existe. Y si estás educada en la creencia de que eres un ser inferior, y vives en un mundo que continuamente te lo demuestra, vas a estar siempre convencida de que es así y de que no puedes dejar de intentar demostrar que, al menos un poco, vales la pena

«Fritz se decía que debía de querer mucho a Else para aguantar lo que estaba aguantando. Else, por su parte, se preguntaba durante cuánto tiempo seguiría él aguantándolo.»

Y esto sólo se refiere a los llantos del bebé recién nacido de ambos.

14 de marzo de 2017

La decepción y la culpa

El otro día me desperté para enterarme de que Chimamanda Ngozi Adichie, autora del conocidísimo We Should All Be Feminists, había dicho que le costaba equiparar las experiencias de las mujeres trans con las de las mujeres, puesto que estas han vivido antes de su «transición» los privilegios de ser hombre. No voy a meterme en por qué esta afirmación es errónea, por qué no tiene sentido decir que una mujer trans no es lo mismo que una mujer cis porque antes «ha sido» hombre, puesto que ya ha habido gente con mucha más (o con muchísima más) idea que yo que ha escrito sobre ello. Lo que quiero contar es lo que sentí al enterarme. 

Admiro mucho a Adichie. Disfruté mucho de ese librito y no he parado de recomendar que lo lean a personas que quieren introducirse en el mundo del feminismo o que quieren tener argumentos con los que poder explicar a gente que no sabe nada (o que incluso lo rechaza) por qué es necesario. También leí sus relatos recogidos en Algo alrededor de tu cuello y me conquistó todavía más. Me encanta cómo escribe y me encanta lo que escribe. Así que se me cayó el alma, el corazón y todo a los pies cuando supe lo que había dicho sobre las mujeres trans. ¿Ahora qué iba a hacer yo? Tenía pendiente leer sus novelas, algún ensayo más, pero sabía que ya no iba a poder hacerlo sin estar constantemente pensando: «Esta mujer considera que las mujeres trans no son como nosotras, que son ex-hombres». Como otras veces en que una feminista que he admirado se ha descubierto como TWERF (trans woman exclusionary radical feminist), sentí una profunda tristeza y decepción. 

Pero al rato esa tristeza y decepción fue sustituida por un sentimiento de culpa por... bueno, precisamente por sentirme así. Por sentirme defraudada. El vídeo de los comentarios de Adichie lo había encontrado en Facebook, en el perfil de una mujer trans que simplemente decía algo así como «hala, otra más». Yo era culpable de estar ciega, de pensar que todas las feministas a las que admiro son dignas de admirar cuando, en realidad, son muchas las que dejan fuera a las personas trans. Yo era culpable porque, mientras mi mayor preocupación era que había perdido a una autora que leer, a un modelo que seguir, las mujeres trans eran otra vez sujeto de que alguien les dijera que no eran lo que son. Y me enfadó, me indignó ese «hala, otra más», esa falta de sorpresa, porque significa que, incluso dentro del feminismo, como si no hubiera bastante con lo que hay fuera, queda muchísimo por hacer. 

7 de marzo de 2017

Qué chorrada

Justo después de conocerlo, mi madre me dijo que le había parecido muy majo, pero que lo que más le había gustado de él era que me miraba con mucho amor. Unas semanas más tarde, o quizá fue sólo unos días, le conté a mi psicóloga que una noche, ya ni me acuerdo de qué me pasaba –estaba nerviosa por algo, tenía ansiedad, me dolían los ovarios o quizá simplemente era cansancio–, me puse tristísima cuando él, viendo que yo no estaba bien, se había sentado a los pies de la cama, donde yo estaba acurrucada, y se puso a pensar en qué cena podría animarme más. Luego renunció a ver la serie que le apetecía por una que a mí me hiciera reír. 

Yo le contaba a mi psicóloga que qué chorrada, lo de cambiar una cosa que ver por otra, cualquiera habría hecho lo mismo, yo incluida, y sin embargo ahí estaba, envuelta en una manta intentando que él no me viera aguantar las lágrimas y me hiciera contarle qué me pasaba. Porque lo que me pasaba es que no entendía por qué alguien querría tener un detalle tan estúpido y a la vez tan bueno conmigo. Porque lo que me pasaba es que yo estaba lejísimos de creerme merecedora de su amor, de su cariño o de cualquier otra cosa de cualquier otra persona.

Así que aunque en la misma sala había llorado en otras ocasiones porque sentía que yo entregaba mucho más de lo que recibía, porque siempre estaba dispuesta a dar sin que a mí nadie me diera, de repente lloraba también porque alguien me quería y se preocupaba por mí. Alguien que no era mi madre y su amor incondicional. De hecho era un hombre. ¡Un hombre! Cuando todo lo que me habían dado los hombres, desde mi padre a mi anterior novio, no habían sido más que excusas que justificaran su comportamiento, chantajes emocionales y peticiones de que dejara de ser una egoísta y pensara un poco en ellos cuando, entre lágrimas, en lo más hondo de mis depresiones, les decía, simplemente, que yo no estaba bien.

Qué suerte que en algún momento del camino me encontré con uno que de vez en cuando se aseguraba de la que manta en la que estaba envuelta me tapara los pies y se quedaba a mi lado, en silencio, hasta que, cuando fuera, todo se pasara. 

1 de marzo de 2017

Malmö II.


Yo podía imaginarme viviendo en esa casa de paredes blancas, leyendo junto a la ventana y diciendo que jag bor på Repslagaregatan 11. Podía imaginarme sintiendo cada día, al salir, el frío viento de Malmö en la piel, las mejillas hinchadas, las manos entumecidas y la mezcla de dolor y satisfacción al sonreír con la cara congelada y decir que todo va bien, que soy feliz.