14 de mayo de 2015

03:36


Te escribo porque llevo toda la tarde pensando que quizá estés con otra. Y no te lo digo en plan celosa, en plan joder, que se está tirando a una tía que probablemente sea más guapa que yo, o más lista o tenga las tetas más grandes. Te lo digo en plan qué putada que estando yo aquí, sin hacer nada, tú estés lo suficientemente lejos como para no estar metidos en la misma cama, con las piernas entrelazadas, con tu mano acariciándome la espalda o yo qué sé, mirándonos sin más. A veces lo único que hace falta es tener a alguien a quien poder mirar a los ojos durante un buen rato. Lo malo es que luego quieres más, y quieres a alguien sobre el que llorar desnuda cuando las cosas te van mal aunque no sepas muy bien por qué. Y al final acabas llorando porque descubres que esa persona está a cientos de kilómetros de ti y probablemente se esté tirando a otra. O no. A lo mejor sólo está a cientos de kilómetros de ti pero está pensando también en tus piernas, tumbado en un sofá, mientras lee tu nombre en una pantalla y no se atreve a hablarte. 

Vamos, que te escribo porque no estás aquí, y me gustaría que estuvieras pensando tanto como yo en estarlo. 

4 de mayo de 2015

Las ciudades conocidas

Me acordaba el otro día de cuando mi madre me hablaba de su viaje a Nueva York, antes de que yo fuera, y decía que era curiosa la sensación que tenías al llegar. Decía que era como si ya hubieras estado allí, y es que al fin y al cabo ya conocías muchas cosas de haberlas visto en películas y series de televisión. Así que cuando ibas paseando por una calle que pisabas por primera vez en tu vida, en realidad eras perfectamente capaz de reconocerla porque habías estado una y otra vez en ella de haberla visto en esa película que tanto te gustaba y  de la que nunca conseguías cansarte. Decía mi madre que, a pesar de eso, Nueva York no te decepciona y es habiendo respirado su aire cuando te das cuenta de por qué, evidentemente, sale en tantas películas y series y libros y todo el mundo habla de ella y sueña con ir. 

Me acordaba de eso mientras paseaba, en Google Street View, por una ciudad en la que nunca he estado, una ciudad de un continente distinto al de Nueva York y mucho más pequeña, y de la que desde luego no se habla tanto en ningún sitio. Y sin embargo yo era capaz de reconocer todo. Era capaz de reconocer las calles, cuál llevaba a esa otra, qué adornos habían puesto en aquella en Navidad y que si seguía recto llegaría a una tienda de libros y discos de la que podía decir el nombre del dueño. Todo eso lo sabía porque, aunque yo no hubiera estado, sí que conocía a alguien que había vivido en ella. Y aunque ese alguien nunca me hubiera hablado de cómo era su ciudad, sí que había visto un montón de fotos que hacía en su camino de casa al trabajo, del trabajo a tal tienda, de tal tienda al supermercado y del supermercado a casa. Y aunque yo no supiera cuál era su trayectoria, ni hacia dónde iba en el momento de determinada foto, pude reconocer a la perfección la puerta roja brillante de un garaje que yo tantas veces había visto y supe que al lado estaba su portal y que quizá, arriba, dentro de una de las ventanas, podía estar él. 

Eso me fascinó por dos razones. La primera, porque me hizo darme cuenta de lo mucho que exponemos de nuestras vidas, de lo mucho que decimos a extraños sin darnos cuenta con una simple foto. La segunda, porque la sensación a la que se refería mi madre cuando hablaba de Nueva York la estaba teniendo yo en ese instante y en mayor medida que cuando estuve en Nueva York. Allí, yo sólo había pensado en personajes, en personas fingiendo ante un equipo de cámaras determinados sentimientos y teniendo conversaciones previamente guionizadas en el mismo sitio donde yo tenía los pies. En cambio, en aquella ciudad que estaba en mi ordenador, yo sabía lo que había pensado una persona –que no un actor ni un personaje– en determinado punto, y lo sabía porque todas las fotos que había visto de ella iban acompañadas de un «esta calle siempre me ha parecido preciosa», un «hoy he tenido un día de mierda pero mira qué atardecer» o un «te echo de menos». Eso me hacía sentir mucho más cercana a ella que a Nueva York o a cualquier otra ciudad en la que haya estado, me hacía sentir como que volvía a una ciudad en la que yo también había vivido. 

Quizá era eso. Quizá era que yo había vivido allí cada vez que él había pensado en mí. 

3 de mayo de 2015

No estaría mal

No estaría mal poder coger un avión ahora mismo sin pensar en todas las cosas en las que tengo que pensar ni en las que no tengo que pensar y acabar aquí o en cualquier otro sitio donde haya árboles y caminos de madera que parece que no acaban nunca y mucho silencio. 


(Las comas son para los que tienen miedo a ahogarse.)