5 de mayo de 2017

La vieja eterna estafa

Escribo sobre todo por las noches, como ahora, a las cuatro de la mañana porque no puedo dormir. El sitio y la forma me dan igual: hoy he pasado del ordenador a un papel en sucio en mi mesa, y luego a otro en la cama, apoyándome sobre la tapa dura de la poesía completa de Idea Vilariño que acabo de terminar. Por el día, a veces, me da por escribir en el metro, pero no en los autobuses porque me mareo. Tengo miles de cuadernos que nunca acabo de llenar y que voy dejando perdidos por mi casa, pero que, por supuesto, jamás encuentro cuando necesito uno. Me gusta que sean rayados, porque me tuerzo al escribir y cuando me tuerzo mucho no lo aguanto y tengo que arrancar la hoja y volver a empezar. Esto se lo conté una vez a Rodrigo, estando en una papelería, justo dos días antes de que, por mi cumpleaños y pidiéndome perdón porque no sabía nada de mi manía hasta ese momento, me regaló un cuaderno precioso y sin líneas que me había comprado en París. Le alegrará saber que, a pesar de eso y al contrario que mis cuadernos con líneas, este aún no lo he perdido. Tampoco lo he estrenado, más que para poner mi nombre en la primera página, lo que hago siempre, pero que hoy, ahora mismo, podría escribir, por ejemplo, que una vez vi el atardecer a las 11:35 de la mañana cruzando la frontera entre Finlandia y Noruega, pero que no soy capaz de recordar el frío que se siente allí, a -20º, lo más al norte que he estado. O podría escribir de la soledad y la blancura de las calles de Múnich el día de Navidad muy temprano, que me hacían pensar en las épocas de no sentir nada, ni bueno ni malo, en el vacío y en el agujero en el pecho. O de Martta, la niña finlandesa de tres años que me hablaba durante horas en su idioma inventado y me guiaba como una experta pr el bosque mientras recogíamos arándanos (ella recogiéndolos en su estómago). O de mi dolor de espalda, consecuencia de no haber hecho caso a aquel insoportable traumatólogo que con 10 u 11 años me mandó llevar un corsé veintitrés horas al día, y que yo elegí llevar sólo para dormir. Excepto, curiosamente, la vez aquella en que un conductor decidió salir de un garaje mirando hacia atrás en vez de a la calle por la que yo pasaba, chocando así contra mí o, más bien, contra el duro y grueso corsé. O escribir que me ha hecho gracia, hace un rato, girarme a la izquierda de la cama, su lado, y leer el poema que dice:
Como el que desvelado
a eso de las cuatro
mira con ojos tristes
a su amante que duerme
descifrando la vieja eterna estafa.
Pero a todo eso ya no da tiempo, porque pronto van a ser las 6 y sonará el despertador de un vecino, el que nunca lo apaga, y Rodrigo se dará la vuelta, todavía medio dormido, y dirá «puto despertador», y yo le contestaré «ya ves», aunque, total, a mí no me importe tanto. 


Texto escrito para el curso de relato breve de Hotel Kafka, impartido por Eloy Tizón.

Quién quiere ser madre


Se me hace raro estar leyendo Quién quiere ser madre a punto de empezar mi próxima regla. Se me hace raro estar leyendo eso de una abundante expulsión de flujo denso y blanco que anuncia la llegada en cuestión de días, algo de lo que yo no tenía ni idea, al mismo tiempo que lo noto en mi misma. Claro que mis circunstancias son muy distintas a las de la novela, porque yo sí espero que me baje la regla. No «espero» de tener esperanza, porque soy muy consciente de que va a venir y no tengo miedo de su falta, me tomo cada día religiosamente la píldora y en mi interior hay una cierta vocecilla que me dice que yo no voy a poder quedarme embarazada nunca. Pero de esto ya hablaré más tarde, o no. 

El caso es que este libro ha vuelto a despertar en mí el deseo de ser madre. No es que estuviera muy dormido, pero de vez en cuando se pasa una temporada hibernando. Aunque yo sé que siempre está ahí, ahora lo noto más latente. Me ha despertado también la conciencia sobre la completa desinformación acerca del embarazo, tanto a nivel biológico como acerca del suplicio que pasan algunas personas para llegar a él. Claro que yo el suplicio, como siempre me pasa con el dolor, lo suelo tener más presente. Y, por último, me ha despertado los miedos. Que también sé que estaban ahí, como el deseo de ser madre, pero estos sí suelo tenerlos más escondidos. Total, todavía es muy pronto y no quiero tener hijos ya, así que dejaré que mi yo del futuro se preocupe por ellos. 

Pero, ¿y si me pasa eso? ¿Y si me veo incapacitada para tener hijos hasta que ya es demasiado tarde? ¿Y si aunque lo intente antes de eso no lo consigo? Estar soltera no me preocupa, porque hace ya tiempo que decidí tenerlos sola, pero ¿y si paso años y años de relación con alguien que, al final, no quiere tener hijos, como yo creía que acabaría ocurriendo? Esta última posibilidad es la que más me asusta, ahora que me he acostumbrado a la vida en pareja, pero luego pienso en cómo, en mis peores épocas de depresión y de soledad, el deseo de un hijo también era más fuerte que nunca. Pensaba que nada me reconfortaría más que eso, llevar un ser dentro de mí (¡eso significaría no estar sola en ningún momento de nueve meses!), en estar unida a él de la mayor forma posible, en el tacto de su piel contra mi piel, su total dependencia de mí y yo de él. Sin embargo, está claro que todo esto proviene de la idea romántica de la maternidad como algo maravilloso y de la creencia de esta como el hecho último que hacer sentir realizada a la mujer. Y yo no creo en ninguna de estas dos cosas, y sé que un hijo, ni ahora ni hace dos años, me salvaría. 

Y, sin embargo, ahí sigue el deseo de ser madre. Y de serlo no ya, pero sí cuanto antes para poder acabar con la incertidumbre.