Justo después de conocerlo, mi madre me dijo que le había parecido muy majo, pero que lo que más le había gustado de él era que me miraba con mucho amor. Unas semanas más tarde, o quizá fue sólo unos días, le conté a mi psicóloga que una noche, ya ni me acuerdo de qué me pasaba –estaba nerviosa por algo, tenía ansiedad, me dolían los ovarios o quizá simplemente era cansancio–, me puse tristísima cuando él, viendo que yo no estaba bien, se había sentado a los pies de la cama, donde yo estaba acurrucada, y se puso a pensar en qué cena podría animarme más. Luego renunció a ver la serie que le apetecía por una que a mí me hiciera reír.
Yo le contaba a mi psicóloga que qué chorrada, lo de cambiar una cosa que ver por otra, cualquiera habría hecho lo mismo, yo incluida, y sin embargo ahí estaba, envuelta en una manta intentando que él no me viera aguantar las lágrimas y me hiciera contarle qué me pasaba. Porque lo que me pasaba es que no entendía por qué alguien querría tener un detalle tan estúpido y a la vez tan bueno conmigo. Porque lo que me pasaba es que yo estaba lejísimos de creerme merecedora de su amor, de su cariño o de cualquier otra cosa de cualquier otra persona.
Así que aunque en la misma sala había llorado en otras ocasiones porque sentía que yo entregaba mucho más de lo que recibía, porque siempre estaba dispuesta a dar sin que a mí nadie me diera, de repente lloraba también porque alguien me quería y se preocupaba por mí. Alguien que no era mi madre y su amor incondicional. De hecho era un hombre. ¡Un hombre! Cuando todo lo que me habían dado los hombres, desde mi padre a mi anterior novio, no habían sido más que excusas que justificaran su comportamiento, chantajes emocionales y peticiones de que dejara de ser una egoísta y pensara un poco en ellos cuando, entre lágrimas, en lo más hondo de mis depresiones, les decía, simplemente, que yo no estaba bien.
Qué suerte que en algún momento del camino me encontré con uno que de vez en cuando se aseguraba de la que manta en la que estaba envuelta me tapara los pies y se quedaba a mi lado, en silencio, hasta que, cuando fuera, todo se pasara.
Así que aunque en la misma sala había llorado en otras ocasiones porque sentía que yo entregaba mucho más de lo que recibía, porque siempre estaba dispuesta a dar sin que a mí nadie me diera, de repente lloraba también porque alguien me quería y se preocupaba por mí. Alguien que no era mi madre y su amor incondicional. De hecho era un hombre. ¡Un hombre! Cuando todo lo que me habían dado los hombres, desde mi padre a mi anterior novio, no habían sido más que excusas que justificaran su comportamiento, chantajes emocionales y peticiones de que dejara de ser una egoísta y pensara un poco en ellos cuando, entre lágrimas, en lo más hondo de mis depresiones, les decía, simplemente, que yo no estaba bien.
Qué suerte que en algún momento del camino me encontré con uno que de vez en cuando se aseguraba de la que manta en la que estaba envuelta me tapara los pies y se quedaba a mi lado, en silencio, hasta que, cuando fuera, todo se pasara.