24 de mayo de 2014

A Room of One's Own


Me gustan las librerías y pasar el tiempo en ellas, entrar intentando recordar ese libro que dos días antes dije que tenía que leer y acordarme de cuál era justo cuando ya tengo otros dos en las manos y sólo puedo llevarme uno, que seguramente terminará siendo otro distinto a esos tres. El problema viene, entonces, cuando no tengo tanto tiempo para ir y, entre página de apuntes y diapositiva de Power Point, me vienen títulos a la cabeza que no tardo en buscar en cualquier tienda online, con la excusa de saber dónde está más barata la edición que más me gusta. Y es una excusa porque yo sé desde el principio que voy a caer en la tentación de comprarlo, que me van a convencer con cualquier descuento que digan hacer si lo pido en ese momento o con su juramento de que, si lo compro ya, al día siguiente lo tengo en mi puerta (¡y con envío gratis!). Más o menos así es la historia de cómo ha acabado Una habitación propia en mis manos, pero prometo que en 132 páginas me pongo a estudiar, de verdad. 

17 de mayo de 2014

París y el Louvre

Con dieciocho años visité por tercera vez París y fui por primera vez al Louvre. No haber ido antes no había sido por falta de interés, simplemente por unas razones u otras (o sólo por no esperar tanta cola) las dos primeras veces terminamos en el D'Orsay y en el Pompidou. Pero a los dieciocho años iba a París con dos amigos, uno de los cuales no había estado nunca y dejó claro desde el principio que no podíamos irnos sin haber ido al Louvre y al Palacio de Versalles. Así que fuimos al Louvre.

Y me gustó, claro, y mucho, pero creo que no lo disfruté tanto como había disfrutado, por ejemplo, el Pompidou. Creo que mucha gente tiene la idea de que, si vas a París, tienes que ir obligatoriamente al Louvre, y es algo con lo que no puedo estar más en desacuerdo. No intento decir que solamente grupos de entendidos en arte deberían ir al Louvre, gente que se sabe la obra y vida de todos y cada uno de los artistas expuestos y que se dedica únicamente a hacer turismo de museos por el mundo. No, ni mucho menos. Que vaya quien quiera, pero quien quiera siempre que no vaya a ir paseando por el museo como si fuera por un centro comercial. Porque para eso que se vaya a un centro comercial de verdad y que se guarde el precio de la entrada para comprarse algo allí, estoy segura de que a su vuelta al lugar de donde sea encontrará a alguien a quien le interese mucho más hablar de cómo son los centros comerciales parisinos a cómo es el Louvre.

Supongo que esto se podrá aplicar a muchos más museos, se puede ver mismamente en alguna exposición del Thyssen como vayas un día y a una hora en la que haya mucha gente, pero creo que en el Louvre es donde más exageradamente lo he vivido de todos los museos en los que he estado. No quiero que ahora todos se vacíen, eso sería tristísimo, quiero que estén llenos de gente interesada en las obras que ve, que disfrute de estar allí. No quiero a gente apelotonada en las escaleras frente a la Victoria de Samotracia, mirando el móvil y que ni pasa ni deja pasar, ni a gente que va por las salas hablando (y a veces demasiado alto) de lo que hicieron la noche anterior y que al llegar a la Gioconda se vuelven locos para conseguir una foto con la que puedan probar que han estado allí cuando le enseñen a sus amigos el reportaje de las vacaciones de verano. Alguien debería decirles (quizá que saltara un aviso al comprar los billetes de avión o reservar el hotel) que París tiene muchas cosas que ver y no es obligatorio ir al Louvre, sobre todo si no vas a mostrar ningún interés en lo que hay allí. Efectivamente, creo que lo ideal sería que esa gente sí estuviera interesada en ello, pero también creo que estamos muy lejos de eso. Y a la vez me parece que se delatan ellos mismos. cuando ves lo llenísimas que están las salas en las que hay obras famosas y el progresivo descenso de gente según te vas alejando de ellas.

Y todo esto viene a que hay días en los que mi amor por París se intensifica un poco y quiero volver y, como no puedo, me acuerdo de cuando ya he estado.




15 de mayo de 2014

Nudozurdo

Hay tres grupos españoles que me gustan por encima del resto, que me parece que hacen arte de verdad. Son McEnroe, Nudozurdo y Standstill. De hecho, hace unos meses empecé a escribir una entrada sobre estos tres grupos que terminé desechando porque era incapaz de decir nada coherente más allá de repetir una y otra vez cuánto me han emocionado y cuánto me han hecho llorar sus letras. La verdad es que no se puede decir que yo sea una experta musical (ni mucho menos), así que todo lo que puedo decir ahora o en cualquier otro momento no deja de ser pura subjetividad. He tenido la suerte de poder ver a los tres grupos en directo (a McEnroe dos veces*), pero eso es algo que no podía decir hasta ayer por la tarde, y es precisamente de lo que quiero hablar. De que ayer vi a Nudozurdo en el Museo Cerralbo. 

13 de mayo de 2014

Ficciones I

(Hace un par de años, hablando con un amigo del libro de poemas que acababa de publicar, me preguntó si yo seguía escribiendo. Le contesté que había dejado de hacerlo tanto como antes y él me dijo que, bueno, al fin y al cabo es algo que va por épocas. Bastante tiempo después de eso, otra amiga me contó que ella ya no escribía porque de repente le iba bien en la vida. Yo no sé si sólo dejo de escribir cuando me va bien –principalmente porque más o menos sé cuándo me va mal, pero nunca sé cuándo me va bien–, ni si realmente se puede hablar de épocas en las que escribo y épocas en las que no. Pero sé que cuando llega el calor que no me deja dormir por las noches, escribo. Y este año el calor me ha pillado por sorpresa.) 


Dejé pasar un rato antes de irme para que el resto de los que estaban en la mesa no se dieran cuenta de que me iba por lo que había dicho ella. Recogí mi bolso del suelo y me levanté. Todavía ni me había terminado mi cerveza, pero puse alguna excusa que seguramente nadie se creyó y me despedí con una sonrisa fingida, por primera vez después de tanto tiempo sin tener que fingirlas. Era uno de los primeros días de septiembre y no sería más tarde de las once u once y media de la noche. Dentro del bar hacía mucho calor por la cantidad de gente que había y, cuando por fin conseguí alcanzar la salida, esperaba recibir una bofetada de otro calor diferente, del calor de las noches del principio de los últimos días e verano. Pero en vez de eso sentí frío, un frío que me hizo tiritar y que notara mi nariz tan congelada como en las mañanas de enero. Las voces en inglés de los turistas que pasaban por la calle, en pantalones cortos y tirantes, me parecían muy lejanas y me arrepentí de no haber cogido una chaqueta esa tarde al salir de casa. Pero quién iba a pensar que haría tanto frío y quién iba a pensar que me romperían el corazón ese día. Empecé a andar y un hombre me paró para preguntarme hasta qué hora estaba abierto el metro y me miró las tetas. Quizá también había sido un error ponerme esa camisa, que quizá era demasiado transparente, pero yo sabía que a él le gustaba mucho (aunque eso qué importaba, si él no estaba ahí) y quizá por eso, por ser tan transparente. Le dije la hora sin estar muy segura de si era la correcta y empecé a caminar más rápido, porque de repente aquel hombre que me miraba las tetas era la única persona que yo veía en la calle. Decidí que seguiría andando hasta mi casa porque aunque aún tenía mucho frío, no estaba tan lejos y seguramente tendría que esperar el metro mucho más tiempo de lo que tardaría en llegar a pie y no quería pasarme diecisiete o dieciocho minutos sentada en un banco de la estación de Plaza de España, rodeada durante esos diecisiete o dieciocho minutos de la misma gente que, como yo, estaría harta de esperar el metro. Lo que quería era encontrarme desiertas las calles hasta llegar a la mía y poder llorar a gusto y sin tener que dar explicaciones a nadie. Pero, joder, qué mal se me ha dado siempre llorar y no se me cayó ni una lágrima hasta llegar a mi portal y llamar al telefonillo (se me habían vuelto a olvidar las llaves). Supe entonces que tardaría en subir los cuatro pisos lo que tardaría en subir diecisiete o dieciocho, porque llevaba guardando lágrimas demasiados años y, joder, que también se me ha dado siempre muy mal dar explicaciones. 

3 de mayo de 2014

El otro día empecé a ver True Detective. Es la serie que hace unos meses se puso de moda gracias al plano secuencia de seis minutos con el que, de un día para otro, revolucionó todas las redes sociales, y al que todavía no he llegado. Está bien, avanzo muy lentamente, pero, como dice un amigo mío, «es HBO, eso ya es garantía». 

El caso es que ayer o antes de ayer estaba viendo el segundo capítulo y llegó una escena que por un momento hizo que se me fuera la cabeza a otra parte. Tenemos al detective Martin Hart que una noche, borracho, decide ir a casa de una amiga suya —o más que amiga, pero todavía no he llegado a saber concretamente la relación que tienen— con la clara intención de acostarse con ella. La chica no tarda en desnudarse y darle lo que quiere, y lo que hizo que se me fuera la cabeza a otra parte fue esto: