29 de diciembre de 2015

2015

Hace unas semanas que estamos en la época del año en la que todo el mudo hace balance, y por supuesto cada red social te ofrece recordar cómo han sido tus últimos 365 días y qué has hecho, dicho, escuchado, leído, comido, visto o casi cualquier otra cosa por el estilo en ellos. A mí no me hacía falta que me recordaran nada, porque si algo tengo claro este año es cómo ha sido: ha sido un año de mierda. De enero a hoy volví de Suecia, eché de menos, lloré muchísimo, caí en una depresión, tuve insomnio y perdí a gente. No es que todo haya sido malo, porque también volví a Suecia, pasé dos semanas en un pueblecito de Finlandia con una familia maravillosa y viajé a un par de sitios más. Así que todo lo que he dicho y escuchado tiene que ver con la tristeza, y he comido y visto poco. Todo lo que he hecho me recuerda a las partes del año en las que no me iba tan mal y me genera nostalgia. Pero la verdad es que he leído bastante y bien. 

Goodreads me dice que he leído 50 libros este año, que el más corto tenía 24 páginas y el más largo 912. Me dice también que, al parecer, los que más me han gustado han sido Del color de la leche, Hiroshima mon amour, Beat Attitude, Diving into the Wreck, El segundo sexo y La herida en la lengua, pero yo también tengo que destacar El Sur, La garçonne, In Watermelon Sugar, Los niños se aburren los domingos y The Bell Jar. En un afán por trazar conexiones y, además, acabar el año de una forma un poco cíclica añadiré que La herida en la lengua, de Chantal Maillard, lo compré bajo la recomendación de un chico al que yo recomendé El Sur; que precisamente hoy he hablado de In Watermelon Sugar con una amiga (había dejado un fragmento escrito en una librería en la que hemos estado); y que ahora mismo estoy leyendo otra vez a Duras (he leído tres libros suyos este año) en El amor, libro que me compré el otro día en esa misma librería a la que he vuelto hoy (esta).

Llevo dos noches sin poder dormir y con muchas ganas de llorar. Esta mañana lo único que quería hacer era pasar la Nochevieja en mi casa, en pijama, bajo el edredón y abrazada a la almohada. No tengo ni idea de cómo va a ser 2016 y lo cierto es que me da mucho miedo que pueda ser peor. Me da miedo, también, que haga lo que haga el día 31, en el momento de las campanadas, estalle en un llanto provocado por la presión del futuro, por la incertidumbre, por el querer estar en otro sitio. Lo único que me consuela un poco es que voy a seguir leyendo, aunque las cosas vayan mal. Y que de todo lo que lea también me acordaré mucho dentro de un año. 

21 de noviembre de 2015

Qué movida no sentir y sentir demasiado y pasar de un estado a otro en cuestión de segundos o acostumbrarte a uno y que de repente no, todo cambie y te hablen de todas las desgracias del mundo, de niños muertos, de gente que pierde su casa, de que a no sé quién le ha dejado su novio y, pobre, está destrozada, y de que se te han declarado, «te quiero» te han dicho y tú has respondido que, bueno, que quizá tú también pero no, ahora no, dímelo otra vez mañana o la semana que viene o no me lo digas nunca, por favor, no lo hagas, que tú no sientes nada, que finges la empatía, que ni siquiera estabas prestando atención, que te vuelves a la cama. 

O escuchar una canción y querer morirte de lo mucho que echas de menos. A la persona que canta, a alguien a quien sólo has visto una vez en tu vida, en un autobús o paseando por Gran Vía o en La Central, comprando libros y quejándose de lo caro que es tomar un té allí. Echas de menos una farmacia a la que nunca entraste y corres a buscar vuelos porque, yo qué sé, ya que quieres huir a algún sitio al menos huye al sitio que crees que te va a salvar, porque recuerda que era el mismo en el que pensabas que todo iba a terminar, en el que sabías que si tenías que poner un fin –un the end, como en las películas– lo pondrías. 

Y piensas en la luz, qué diferente era allí, y en si ella, la chica que ha entrado en el vagón detrás de ti y que lleva una mochila como la tuya, piensas si será feliz, si será extranjera, si se bajará en tu misma estación y por favor, por favor, ojalá no esté triste nunca y puedas desear ser ella, aunque en realidad ya lo estás haciendo y ya no quieres saber la respuesta, total, para qué. Tampoco quieres saber la de él, que te ha escrito hace exactamente 17 minutos y tú le has contestado una tontería, como si no tuviera importancia, como si nada de lo que habéis estado hablando la tuviera, y sabes que sí la tiene –lo sabes porque alguien ha tenido que decírtelo– y mira, eres tonta, que vale la pena, fíjate en todo lo que ha hecho por ti, quién te va a querer así, eh.

Y quién le va a querer así a él, tan mal, tan sin ganas, tan pensando siempre en huir, tan culpable de todo y de absolutamente nada.

8 de octubre de 2015

Atlas of Remote Islands


Cuando tenía 7 u 8 años pasaba el tiempo que me sobraba entre que terminaba de comer y la hora de volver al colegio pegada a un atlas que había encontrado en casa. De ahí saqué una extraña fascinación por Bielorrusia (alguna vez pedí a mis padres, sin éxito, que me llevaran allí de vacaciones), memoricé un montón de curiosidades y datos que olvidaría pronto (como el número de grandes aeropuertos que tenía cada país, porque en realidad yo ya quería ir a todas partes) y me aprendí los nombres de muchas de las islas diminutas que venían en las páginas al final del libro. Así que esto es un poco como volver a tener 7 u 8 años. 

28 de septiembre de 2015


No me importa la falta de luz y lo rápido que se hace de noche porque puedo estar mirando la luna llena desde mi habitación a las cinco y diecinueve de la tarde. Parece una tontería, y probablemente lo es, pero creo que este es el momento más bonito que he vivido en Suecia, y quizá también en cualquier otra parte. Yo, la luz de una lámpara de mesa, Moksha de Caspian sonando, un libro de poemas y la luna llena ahí, en la ventana, rodeada de oscuridad y nada más. No quiero dejarlo escapar, no quiero que termine nunca, quiero congelarlo y vivir para siempre en él, que no cambie nunca lo que siento ahora mismo. Estas cinco y diecinueve son la definición de felicidad, y no sé si cuando avance el reloj lo seguirán siendo, no sé si quiero arriesgarme a saberlo. 

Suecia - 4.01.15

22 de septiembre de 2015

Llevo un tiempo queriendo escribir sobre la tristeza. Sobre el nudo en la garganta, sobre las ganas de llorar a todas horas, pero me he dado cuenta de que realmente no sé muy bien qué decir. Que está ahí. Que a veces no me deja dormir al mismo tiempo que no me deja salir de la cama. Que me hace querer que acabe todo pero que también empiece o que al menos vuelva al principio, a como estaba todo antes. No sé muy bien a qué me refiero con «todo» ni con «antes». Me refiero, supongo a algo que en algún momento tiene alguna gente. Lo que sea que les haga tragar el nudo, secarse las lágrimas, esperar el metro en el andén sin pensar en otra cosa que no sea cogerlo cuando llegue. No sé, eso.

14 de mayo de 2015

03:36


Te escribo porque llevo toda la tarde pensando que quizá estés con otra. Y no te lo digo en plan celosa, en plan joder, que se está tirando a una tía que probablemente sea más guapa que yo, o más lista o tenga las tetas más grandes. Te lo digo en plan qué putada que estando yo aquí, sin hacer nada, tú estés lo suficientemente lejos como para no estar metidos en la misma cama, con las piernas entrelazadas, con tu mano acariciándome la espalda o yo qué sé, mirándonos sin más. A veces lo único que hace falta es tener a alguien a quien poder mirar a los ojos durante un buen rato. Lo malo es que luego quieres más, y quieres a alguien sobre el que llorar desnuda cuando las cosas te van mal aunque no sepas muy bien por qué. Y al final acabas llorando porque descubres que esa persona está a cientos de kilómetros de ti y probablemente se esté tirando a otra. O no. A lo mejor sólo está a cientos de kilómetros de ti pero está pensando también en tus piernas, tumbado en un sofá, mientras lee tu nombre en una pantalla y no se atreve a hablarte. 

Vamos, que te escribo porque no estás aquí, y me gustaría que estuvieras pensando tanto como yo en estarlo. 

4 de mayo de 2015

Las ciudades conocidas

Me acordaba el otro día de cuando mi madre me hablaba de su viaje a Nueva York, antes de que yo fuera, y decía que era curiosa la sensación que tenías al llegar. Decía que era como si ya hubieras estado allí, y es que al fin y al cabo ya conocías muchas cosas de haberlas visto en películas y series de televisión. Así que cuando ibas paseando por una calle que pisabas por primera vez en tu vida, en realidad eras perfectamente capaz de reconocerla porque habías estado una y otra vez en ella de haberla visto en esa película que tanto te gustaba y  de la que nunca conseguías cansarte. Decía mi madre que, a pesar de eso, Nueva York no te decepciona y es habiendo respirado su aire cuando te das cuenta de por qué, evidentemente, sale en tantas películas y series y libros y todo el mundo habla de ella y sueña con ir. 

Me acordaba de eso mientras paseaba, en Google Street View, por una ciudad en la que nunca he estado, una ciudad de un continente distinto al de Nueva York y mucho más pequeña, y de la que desde luego no se habla tanto en ningún sitio. Y sin embargo yo era capaz de reconocer todo. Era capaz de reconocer las calles, cuál llevaba a esa otra, qué adornos habían puesto en aquella en Navidad y que si seguía recto llegaría a una tienda de libros y discos de la que podía decir el nombre del dueño. Todo eso lo sabía porque, aunque yo no hubiera estado, sí que conocía a alguien que había vivido en ella. Y aunque ese alguien nunca me hubiera hablado de cómo era su ciudad, sí que había visto un montón de fotos que hacía en su camino de casa al trabajo, del trabajo a tal tienda, de tal tienda al supermercado y del supermercado a casa. Y aunque yo no supiera cuál era su trayectoria, ni hacia dónde iba en el momento de determinada foto, pude reconocer a la perfección la puerta roja brillante de un garaje que yo tantas veces había visto y supe que al lado estaba su portal y que quizá, arriba, dentro de una de las ventanas, podía estar él. 

Eso me fascinó por dos razones. La primera, porque me hizo darme cuenta de lo mucho que exponemos de nuestras vidas, de lo mucho que decimos a extraños sin darnos cuenta con una simple foto. La segunda, porque la sensación a la que se refería mi madre cuando hablaba de Nueva York la estaba teniendo yo en ese instante y en mayor medida que cuando estuve en Nueva York. Allí, yo sólo había pensado en personajes, en personas fingiendo ante un equipo de cámaras determinados sentimientos y teniendo conversaciones previamente guionizadas en el mismo sitio donde yo tenía los pies. En cambio, en aquella ciudad que estaba en mi ordenador, yo sabía lo que había pensado una persona –que no un actor ni un personaje– en determinado punto, y lo sabía porque todas las fotos que había visto de ella iban acompañadas de un «esta calle siempre me ha parecido preciosa», un «hoy he tenido un día de mierda pero mira qué atardecer» o un «te echo de menos». Eso me hacía sentir mucho más cercana a ella que a Nueva York o a cualquier otra ciudad en la que haya estado, me hacía sentir como que volvía a una ciudad en la que yo también había vivido. 

Quizá era eso. Quizá era que yo había vivido allí cada vez que él había pensado en mí. 

3 de mayo de 2015

No estaría mal

No estaría mal poder coger un avión ahora mismo sin pensar en todas las cosas en las que tengo que pensar ni en las que no tengo que pensar y acabar aquí o en cualquier otro sitio donde haya árboles y caminos de madera que parece que no acaban nunca y mucho silencio. 


(Las comas son para los que tienen miedo a ahogarse.)

7 de abril de 2015

Un café

Yo me lo había planteado de otra forma. Tal y como te lo había dicho, que me caías bien y me gustaba hablar contigo. No te pedía amor eterno ni creo que estuviera buscando nada, de hecho fuiste tú el que al principio me había estado buscando a mí. 

Claro que también esperaba que quedáramos algún día. Que de repente me dijeras que venías a mi ciudad y me preguntaras si me apetecía tomar un café. Te habría dicho que sí. Y tenía razón una amiga mía: me habría puesto un vestido, el más bonito que tuviera, y me pintaría los labios y las uñas de rojo. 

Pero también he pensado a veces que yo habría sido una decepción, que nos dedicaríamos a dar pequeños sorbos al café en silencio y que en persona mis piernas no te gustarían. Me imaginaba mirándome en el espejo justo antes de salir de casa y cambiándome por unos pantalones, los que mejor me quedaran, pero también los que mejor me taparan las piernas. Al fin y al cabo no era como si fueras a verlas desnudas en algún momento, porque aquello sólo eran fantasías de cuando tú te aburrías y los dos estábamos en países fríos. 

Yo no sabía qué querías y sin embargo estaba convencida de que queríamos cosas distintas, fuera lo que fuese. No entendía por qué me contabas todo aquello, cuando te pasabas horas escribiendo y luego desaparecías sin dar ninguna explicación. Tampoco entendía que a veces tuvieras ganas de besarme ni que me hicieras partícipe de tu vida cotidiana, que hicieras que sintiera como que yo también estaba ahí, contigo en el supermercado eligiendo la cena o en una tienda de segunda mano buscando muebles para tu nueva casa.

El caso es que echo de menos hablar contigo. Hablar contigo normal, de la primera estupidez que se nos pasara por la cabeza, sin ninguna pretensión de tomar un café juntos en el futuro ni de vestirme o desvestirme para ti. Quizá sólo sea porque ahora hay un vacío en mi vida, porque si estoy despierta a las siete de la mañana ya no hay nadie dispuesto a leerme de camino al trabajo.

Me gustaría preguntarte si tú también notas ese vacío. Y aunque no lo notes creo que al menos me merezco algo, por todas las palabras intercambiadas, por todos los momentos en que nos mantuvimos juntos al borde de las lágrimas. Simplemente una despedida, como un adiós por la mañana en el umbral de mi puerta, sabiendo que no me vas a volver a llamar. 


31 de marzo de 2015



me he visto reflejada en la prima isobel y sus quejas a los hombres bajitos
en may y su idealización de un amante que no existe
en el dolor de pansy
en el deseo de huir de kitty
en la soledad compartida de emma y alfred
en abby y su enamoramiento de una situación imposible.


«Pansy se había enamorado de aquel hombre a pesar de que fuese diez años mayor y de que nunca hubiese mostrado ningún interés por ella, excepto el día en que le preguntó frívolamente, pero con un tono de voz muy cercano, si al escuchar la cantinela del niño que vendía almejas, tan parecida a una canción del Tirol, no le entraban ganas de visitar Suiza.»

Los niños se aburren los domingos, Jean Stafford. 

15 de marzo de 2015

Volver a Madrid fue como despertarme una mañana para descubrir que nada de lo que había soñado era real. El 22 de enero me desperté en mi cama como si los pasados cinco meses no hubieran existido nunca, y en cierto modo era así. Mi vida volvía a ser tal y como yo la había dejado, la gente de mi alrededor seguía siendo la misma y todo el mundo parecía estar orgulloso de que «fuera como si no me hubiera ido». Pero es que sí me había ido. 

Volver a Madrid ha sido volver a sentir lo mismo que antes de irme, con la diferencia de que ahora sé que podría no sentirlo, ha sido comprar cosas que creo que me van a acercar a personas tanto como lo hizo Suecia, ha sido ir a sitios por no tener otra cosa que hacer y no por querer y ha sido no ir a sitios por no tener fuerzas para hacerlo. Y ha sido no dormir.

Volver a Madrid es volver a querer irme. 


Wonder if you can see
All that you've done for me
I wanna figure it out, need to figure it out
But it's all so fucked up right now.