13 de mayo de 2014

Ficciones I

(Hace un par de años, hablando con un amigo del libro de poemas que acababa de publicar, me preguntó si yo seguía escribiendo. Le contesté que había dejado de hacerlo tanto como antes y él me dijo que, bueno, al fin y al cabo es algo que va por épocas. Bastante tiempo después de eso, otra amiga me contó que ella ya no escribía porque de repente le iba bien en la vida. Yo no sé si sólo dejo de escribir cuando me va bien –principalmente porque más o menos sé cuándo me va mal, pero nunca sé cuándo me va bien–, ni si realmente se puede hablar de épocas en las que escribo y épocas en las que no. Pero sé que cuando llega el calor que no me deja dormir por las noches, escribo. Y este año el calor me ha pillado por sorpresa.) 


Dejé pasar un rato antes de irme para que el resto de los que estaban en la mesa no se dieran cuenta de que me iba por lo que había dicho ella. Recogí mi bolso del suelo y me levanté. Todavía ni me había terminado mi cerveza, pero puse alguna excusa que seguramente nadie se creyó y me despedí con una sonrisa fingida, por primera vez después de tanto tiempo sin tener que fingirlas. Era uno de los primeros días de septiembre y no sería más tarde de las once u once y media de la noche. Dentro del bar hacía mucho calor por la cantidad de gente que había y, cuando por fin conseguí alcanzar la salida, esperaba recibir una bofetada de otro calor diferente, del calor de las noches del principio de los últimos días e verano. Pero en vez de eso sentí frío, un frío que me hizo tiritar y que notara mi nariz tan congelada como en las mañanas de enero. Las voces en inglés de los turistas que pasaban por la calle, en pantalones cortos y tirantes, me parecían muy lejanas y me arrepentí de no haber cogido una chaqueta esa tarde al salir de casa. Pero quién iba a pensar que haría tanto frío y quién iba a pensar que me romperían el corazón ese día. Empecé a andar y un hombre me paró para preguntarme hasta qué hora estaba abierto el metro y me miró las tetas. Quizá también había sido un error ponerme esa camisa, que quizá era demasiado transparente, pero yo sabía que a él le gustaba mucho (aunque eso qué importaba, si él no estaba ahí) y quizá por eso, por ser tan transparente. Le dije la hora sin estar muy segura de si era la correcta y empecé a caminar más rápido, porque de repente aquel hombre que me miraba las tetas era la única persona que yo veía en la calle. Decidí que seguiría andando hasta mi casa porque aunque aún tenía mucho frío, no estaba tan lejos y seguramente tendría que esperar el metro mucho más tiempo de lo que tardaría en llegar a pie y no quería pasarme diecisiete o dieciocho minutos sentada en un banco de la estación de Plaza de España, rodeada durante esos diecisiete o dieciocho minutos de la misma gente que, como yo, estaría harta de esperar el metro. Lo que quería era encontrarme desiertas las calles hasta llegar a la mía y poder llorar a gusto y sin tener que dar explicaciones a nadie. Pero, joder, qué mal se me ha dado siempre llorar y no se me cayó ni una lágrima hasta llegar a mi portal y llamar al telefonillo (se me habían vuelto a olvidar las llaves). Supe entonces que tardaría en subir los cuatro pisos lo que tardaría en subir diecisiete o dieciocho, porque llevaba guardando lágrimas demasiados años y, joder, que también se me ha dado siempre muy mal dar explicaciones.